Cuando existe un ruido muy fuerte, constante, nuestro cerebro tiende a normalizarlo y silenciarlo. Fue lo que sucedió durante varios años en Concepción con el reclamo de decenas de vecinos por los rellenos de humedales. Desde hace varias décadas, grupos de vecinos penquistas vieron con temor cómo las inmobiliarias arrasaron con riachuelos, lagunas y sistemas naturales de drenaje de aguas lluvia, para implantar canales cementados, rellenos estériles, edificios, casas y calles, sin tomar en cuenta en ningún momento la planificación territorial o la naturaleza de la geografía que aplastaban a pasos agigantados. En sólo 10 años –entre 2000 y 2010- Concepción perdió más de 500 hectáreas de humedales. Lugares que fueron paso estacional de cisnes de cuello negro, patos y otras aves, de pronto desaparecieron, ante el desconcierto de los seres alados que vieron un vacío en sus procesos migratorios y también de algunos bípedos que contemplaron el espectáculo estupefactos desde sus casas. Las casas y departamentos, pese a construirse sobre espacios de agua, no bajaron el precio del mercado, sino que han aumentado paulatinamente, desatando la especulación inmobiliaria. Una casa que hace 10 años costaba 40 millones hoy puede costar el doble o más. Y así, algo que parecía tan simple como rellenar un humedal, se transforma en un problema económico. Nuevamente, algo que pudo haberse evitado hace décadas se transforma en una bola de nieve que crece y crece, mientras el mundo entero parece mirar hacia otro lado. El agua, en su sabiduría elemental, ha sabido adaptarse lo mejor posible, pero el escenario no podría ser más incierto en nuestros días. Ciertamente, siempre ha sido impredecible. Vamos de espaldas al futuro, mirando cómo el tiempo transcurrido se transforma en historia, con piezas menos, con eslabones perdidos, pero historia al fin y al cabo.

Nuestra historia habla de errores, pero también de lecciones. Nuestras tierras hablan de grandes caídas y de grandes reconstrucciones, evidencia de voluntades que se unieron cuando aquella energía que debe liberarse, se libera. La madurez se encuentra no en la habilidad de negar esas cosas, ni de dedicarse ciegamente a enfrentar las consecuencias, sino de proyectar la forma de convivir con un territorio dinámico, en constante cambio.

La tierra y el agua nos recuerdan que no se puede ser firme ni fluido todo el tiempo. Hay que estar atento a las señales evidentes, a los mensajes claros, que nos entrega nuestro entorno. Tal vez logremos adaptarnos al movimiento, con algo de voluntad.

Equipo Editorial The Penquist

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